La ONU ha descrito el primer trimestre de 2023 como el periodo más mortífero en el Mediterráneo desde 2017. Los mares que nos bañan vuelven a teñirse de trata y muerte. En Lampedusa, las manos callosas de los pescadores, al izar las redes, se encuentran sistemáticamente con cadáveres de personas migrantes.
El italiano David Enia, en “Apuntes para un naufragio”, desvela que ya no queremos mirar el Mediterráneo. Todos saben, pero fingen no saber sobre los naufragios de lanchas o pateras atestadas y desatendidas, los reglamentos que obstaculizan rescates y la externalización de la brutalidad fronteriza en manos de autocracias sobornadas.
Estamos viviendo una fase de ascenso de las políticas inhumanas con la migración. El Gobierno de Giorgia Meloni ha dado una vuelta de tuerca más a las medidas antiinmigración, decretando el estado de emergencia en Italia durante seis meses para frenar la llegada de pateras. Por supuesto, con el consentimiento de la Comisión europea, a quien solo le incomoda el ajuste fiscal que planea Meloni.
El instrumento que protegió de la covid es ahora un arma eficaz contra los migrantes. La deshumanización de esta política se ve en cómo aceptamos la brutalidad retórica de la palabra “expulsión”, aplicada a los supuestos invasores que amenazan la idea de una civilización entendida desde una pureza blanca y cristiana.
Así justificamos una decisión extrema que legitima una medida de excepción, y se aplica nada menos que a la cuestión migratoria. El Estado ejerce su violencia y despliega su poder contra una agresión imaginaria y mentirosa.
Los muros se levantan para crear identidad, hacia dentro y hacia fuera. Aplicar a personas lo que se utiliza para catástrofes naturales no sólo responde a la perversa necesidad de enviarlas de regreso más rápidamente, sino que forma parte de una pieza teatral que transforma deliberadamente la frontera en un lugar gradualmente más violento.
De ahí el incremento de los controles de vigilancia y la conversión de la estética de las ciudades fronterizas europeas en campos de concentración con centros de internamiento de extranjeros (CIE) como el de Algeciras, construido por la UE en su “frontera sur”, y con capacidad para 500 inmigrantes sin papeles.
Inversiones para la privación de libertad de quien no han cometido delito alguno. Un gasto de más de 25 millones de euros en un CIE que no aporta nada y, además, no es necesario, cuando hay tantas carencias y deficiencias que atender en el Campo de Gibraltar.
Cada día tengo más claro que la ultraderecha maniobra allá donde la dejamos. De hecho, la retórica antiinmigración se ha endurecido en todos los Estados de la Unión, tanto en la socialdemocracia de Dinamarca, Austria y Países Bajos, como en las fuerzas conservadoras y de ultraderecha que acaban de ganar las elecciones en Finlandia.
A esa dinámica pertenece también la escandalosa violencia desplegada por la gendarmería marroquí para bloquear el cruce en la valla de Melilla el año pasado, que mereció aquel “Bien resuelto” del presidente Sánchez. Y lo peor, es que se abre paso en la Unión Europea una renuncia a sus orígenes: la lucha contra el racismo, los muros, los centros de internamiento y los nacionalismos. Esto no va bien.