En estas elecciones, hay en los medios de comunicación como una rendición al cotilleo, un reconocimiento implícito al estimulo de las emociones, pero, sin embargo, los ciudadanos lo que necesitamos son crónicas periodísticas que analicen los programas de los partidos y los discursos y promesas de sus líderes.
En esta campaña electoral del 23-J no puedo dejar tampoco de pensar en la muestra extraordinaria de vanidad de los líderes de audiencia cuando hacen golosas autoreferencias para aparecer como reyes de la comunicación y protagonistas de las elecciones. Ya sea Jordi Évole, Pablo Motos o Ana Rosa Quintana…
Ángels Barceló decía esta semana en la cadena SER: «Cuando tengo dudas sobre mi profesión o la sensación de no encontrar el camino, siempre acudo a la referencia: Iñaki Gabilondo. Él habla de distinguir entre periodismo y paraperiodismo. No puede ser más importante el entrevistador que el entrevistado».
Las teles privadas, siempre omnívoras y preocupadas porque se les queda vieja su narrativa, una vez muerto Berlusconi, se han adaptado a las necesidades del cliente, y ahora mismo encuentran en la batalla política las pasiones más encendidas y, por supuesto, la mejora en sus niveles de audiencia.
No hay programa de entretenimiento que no tenga un sesgo, algo que influya en un público que se apunta no solo al espacio que más le divierte, sino al que apoya sin sutileza a los de su cuadra. Ese sesgo polariza aún más la situación política, obstaculizando el derecho de los votantes a conocer las propuestas de los candidatos de estas elecciones.
Así acabamos aceptando con normalidad que el candidato del PP, Nuñez Feijóo, rechace un debate en la televisión pública o en cualquier otro medio que no le guste. Ya no nos parece que eso sea una obligación institucional o electoral. Y menos, que el candidato justifique o aclare totalmente a los electores su posición sobre este asunto.
Según las encuestas de los medios, el 74% de la población ve necesario que se celebren debates electorales y hasta un 71% cree que los líderes de los partidos políticos deberían estar obligados a participar en ellos. En España, la ley regula el tiempo que la televisión pública debe dedicar a cada formación, pero no recoge como obligación la celebración de ese contraste de propuestas entre los diferentes candidatos.
Sin embargo, la Junta Electoral Central (JEC) ha ido afinando su doctrina en este asunto. Los resultados de las anteriores elecciones equivalentes son el baremo para convocar a los participantes a un debate. Se pueden celebrar cara a cara entre las dos formaciones con mayor representación en el Congreso o entre candidatos de las cuatro o cinco fuerzas políticas con más diputados.
Pero, normalmente, el favorito en las encuestas, sea del partido que sea, es el más reacio a debatir y arriesgarse. El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, a la cabeza en todos los sondeos, solo se ha comprometido, de momento, a un cara a cara con Pedro Sánchez en Atresmedia. Los populares han rechazado la invitación del ente público RTVE, a la que acusan de falta de neutralidad, y también la del Grupo Prisa.
Así que, en estas elecciones, ha quedado manifiestamente claro que no habrá debates políticos de fondo entre los candidatos de PP y PSOE, si acaso uno, mientras tanto se recortan derechos en los acuerdos autonómicos o locales firmados por PP y Vox. O se impone a los ciudadanos una visión nacionalista trufada de peligrosas fantasías raciales y étnicas.
La política de Vox, está clara, es la de romper desde las instituciones todos nuestros consensos básicos, desfigurando los debates de las elecciones y los valores que definen nuestra democracia y pensábamos asumidos. Sucede ante nuestros ojos y afecta a vidas concretas, a derechos que creíamos centrales. Pero parece que no queremos verlo.