Palabras de aMor en Lunes. Por María Eugenia Manzano

Me gusta quien escoge con cuidado las palabras que no dice.
Alda Merini
Lunes, 16 de septiembre.
Los mejores días de playa aún estaban por llegar. A veces no es lo que nos sostiene, sino lo que apenas nos mantiene en pie cuando todo se derrumba, desde donde conseguimos abandonar nuestras limitaciones internas. No es en la salvación de la tabla, es en el preciso abandono, en ese quitarse de en medio y en la entrega a la experiencia donde todo es un milagro perfecto, incluso con su imperfección. Y se abre un arenal oceánico.
Clarividencia y claraudición, estado de hiperalerta que atiende a la clara intuición donde la verdad se manifiesta.
-¿Me perdonas?
-Te perdono. Y así me perdono a mí.
Yo no escribo lo inefable.
¿Cómo decir purgatorio sin decir purificación? Que mis palabras rediman. Canal entre cielo y tierra. Que re signifiquen el legado.
Yo me limito a escribir lo que he visto.
Que el pecado original inventado se limpia con el agua bendita que brota del canal de parto y que ese es el único bautismo. Que nacemos perdonados. Directos de la gracia de Dios. Y que directos a Él vamos. Que somos depuradoras de la primera piedra, impuesta, y que con nuestra orgánica erosión se terminará disolviendo. Como hacen el mar y la arena. El amor. Auténtico movimiento. Plegaria, canto, oración.
Es la ermita del islote.
Es la apocalipsis del viento.
Yo escribo lo que se me ha mostrado.
Ganchillo con hilo amarillo. Jamás coseremos banderas. Bordaremos estandartes. Y habrá anarquía de flores.
Septiembre guarda sorpresas. El día 23, por ejemplo, marcado con una X en mi mapa del calendario secreto, sigue indicando un lugar. El día 5, bendita seas. Que se haga en mí tu palabra.
Y este final de verano, radiante de luz y lirios.
Que el otoño nos llegue en paz.
Y que hoy también, estemos bien.
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Ser arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin tiempo el mundo exterior e interior, no como aparece a un animal obsesionado por la supervivencia o a un ser humano obsesionado por palabras y nociones, sino como es percibido, directa e incondicionalmente, por la Inteligencia Libre, es un experiencia de inestimable valor para cualquiera y especialmente para el intelectual. Porque el intelectual es por definición el hombre para el que, según la frase de Goethe, «la palabra es esencialmente fecunda». Es el hombre que entiende que «lo que percibimos con los ojos nos es extraño como tal y no debe impresionamos mucho». Y sin embargo, aunque él mismo un intelectual y uno de los supremos maestros del lenguaje, Goethe no se muestra siempre de acuerdo con sus propias valoración de la palabra. En la madurez de su vida, escribió: «Hablamos demasiado. Deberíamos hablar menos y dibujar más.»
A mí, personalmente, me gustaría renunciar totalmente a la palabra y, corno la Naturaleza orgánica, comunicar cuando tenga que decir por medio de dibujos. Esa higuera, esa lombriz, ese capullo en el alféizar de mi ventana a la serena espera de su futuro, son firmas trascendentales. Una persona capaz de descifrar bien su significado podría dispensarse totalmente de la palabra escrita o hablada. Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que hay algo inútil, mediocre y hasta -siento la tentación de decirlo- afectado en la palabra. En cambio, ¡cómo impresiona la gravedad y el silencio de la Naturaleza, cuando se está cara a cara con ella, sin nada que nos distraiga, ante unas desnudas alturas o la desolación de unos viejos montes! No podremos nunca eximimos del lenguaje o de los otros sistemas de símbolos; porque es gracias a ellos, solamente a ellos, como hemos podido elevamos por encima de los brutos, al nivel de los seres humanos. Pero, así como somos sus beneficiarlos, podemos también muy fácilmente convertimos en sus víctimas. Debemos aprender a manejar con eficacia las palabras, pero, al mismo tiempo, debemos preservar y, en caso necesario, intensificar nuestra capacidad para mirar al mundo directamente y no a través del medio semiopaco de los conceptos, que deforman cualquier hecho determinado conocido de algún marbete genérico o alguna abstracción explicativa. Literaria o científica, liberal o especializada, toda nuestra educación es predominantemente verbal y, en consecuencia, no cumple la función que teóricamente se le asigna. En lugar de transformar a los niños en adultos plenamente desarrollados, produce estudiantes de ciencias naturales que nada saben de la Naturaleza como hecho primordial de la experiencia e impone al mundo estudiantes de Humanidades que nada saben de humanidad, ni de la suya ni de la ajena.
(…)
Apenas se hace el menor caso a las humanidades no verbales, a las artes de percibir directamente los hechos concretos de nuestra existencia. Es completamente seguro que hallarán aprobación y ayuda financiera, un catálogo, una bibliografía, una edición definitiva de las ipsissima verba de un versificador de tercera clase, un estupendo índice que pone fin a todos los índices, cualquier proyecto genuinamente alejandrino. Pero, si se trata de averiguar cómo usted y yo, nuestros hijos y nuestros nietos podemos hacernos más perceptivos, más intensamente conscientes de la realidad, interior y exterior, más abiertos al Espíritu, menos a caer, por nuestro vicios psicológicos, físicamente enfermos y mas capaces de regular nuestro propio sistema nervioso autónomos; si se trata de cualquier forma de educación verbal que sea más fundamental -y con mas probabilidades de uso práctico- que la Gimnasia Sueca, ninguna persona respetable ni ninguna universidad o religión que se respete hará absolutamente nada.
Los verbalistas temen a los no verbales; los racionalistas temen al hecho concreto no racional; los intelectuales entienden que «lo que percibimos con el Ojo (o de cualquier otro modo) nos es extraño como tal y no debe impresionamos mucho». Además, este asunto de la educación en las Humanidades no verbales no encaja en ninguno de los casilleros establecidos. No es religión, ni es neurología, ni es gimnasia, ni es moral, ni es civismo, ni es psicología experimental. Siendo esto así, el tema, a los efectos académicos y eclesiásticos, no existe y puede ser tranquilamente pasado por alto o dejado, con una sonrisa de superioridad, a quienes son llamados farsantes, curanderos, charlatanes y aficionados ineptos por los fariseos de la ortodoxia verbal.
Aldous Huxley
Las puertas de la percepción

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