Lunes, 23 de septiembre.
La memoria es divertida y tramposa. Casi nunca atiende a razones, sino que más bien se convierte en una matriz que conserva la vida de los sentimientos, y se escapa de la razón porque no podemos definirla. La memoria es juguetona. A veces se disfraza de respeto hacia lo que no se supo tratar, de manto y velo cuando llega el ocaso, y muchas veces, casi todas, escribe la historia con la otra mano. Con la que toca el corazón de las cosas.
La memoria es de la poesía, no del ensayo. Es de la música y de la melodía, del verso suelto. De la canción que aprendimos cuando éramos pequeños, y aún nos divertía saltar encima de los charcos, antes de hacernos adultos y pisarlos sin querer y disgustarnos por ello. La memoria guarda eso que tal vez algunos no sepan todavía lo valioso que es, pero que perseguiremos para como mucho rozarlo a duras penas el resto de nuestra vida: la inocencia sin tapujos, el estado de ingenuidad. Las mañanas de verano en que no nos despertaba la alarma sino la voz de los abuelos, o el sueño de nuestros hijos en brazos cuando aún podíamos levantarlos.
Pero llega un instante, de un día a otro, siempre demasiado pronto, demasiado sin darnos cuenta, siempre a deshora, en que ellos se levantan solos y solos nos quedamos nosotros. Y entonces la memoria despierta para enseñarnos la diferencia entre tener diez años y veinte, entre tener veinte y cincuenta. La diferencia entre creer de verdad y creer porque no hay más remedio. O entre aquello que va a pasar, lo que pasó, y lo que está pasando en este momento, sabiendo que, a pesar de todo, la rima de la memoria podrá apelar al olvido como soneto adecuado cuando la cosa se ponga fea. Porque se pondrá.
Y entonces nos daremos cuenta de aquel otoño que empezamos con la sensación de haber sido felices, no de estarlo siendo, y de todo lo que hemos vivido con ese retraso que contiene sentirlo así, hemos vivido, a tiempo de rectificar. Estamos vivos. Vivimos.
Que hoy también estemos bien. Y que la memoria siga escribiendo con la otra mano.
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María Zambrano. Hacia un saber sobre el alma.
Y el ver y sentir que aquello que hicimos antes sigue siendo nuestro en el después crea una cierta firmeza; firmeza nada agresiva, ni revestida de seguridad rígida, sino que, muy contrariamente, produce un sosiego dispuesto a todas las indulgencias, hasta la más difícil, que es la de sonreírse un poco de sí mismo.
Indulgencia y sonrisa que vienen a ser la compensación del temor de otros días, de ese temor que acompaña siempre como signo de autenticidad a toda vocación.
Después, en la soledad, teniendo que afrontar casi por cuenta propia los riesgos de la vida y la muerte, el temor se ha ido desvaneciendo; porque tenemos temor cuando nos rodea la seguridad y temblamos ante la idea de desmerecer de aquello que admiramos. Mas, cuando nada hay sino el riesgo, nada podemos temer, y entonces aquello que se quiere vuelve a presentarse, y en ese instante advertimos que llega ahora con toda pureza y con toda legitimidad. Porque sólo lo que no se ha podido dejar de querer, ni aun queriendo, nos pertenece.
Y es que parece ser condición de la vida humana el tener que renacer, el haber de morir y resucitar sin salir de este mundo. Y una vocación es la esencia misma de la vida, lo que hace ser vida de alguien, ser además de vida, una vida. No otra cosa es lo que ofrezco con mis palabras: huellas, signos de una vocación, de un querer ingenuo y espontáneo al que la soledad, el riesgo y la angustia, han hecho morir y resucitar.
3 comentarios
Gracias preciosa!
Gracias querida por hacerlo una vez más, por llegar al corazón
♥️