Quedan menos de 80 días para la gran batalla electoral del año, las municipales, donde la competencia entre los dos grandes partidos no se va a dilucidar a partir de sus méritos respectivos, sino por la animadversión hacia las potenciales “compañías necesarias”.
Así que abandonemos toda esperanza quienes todavía confiamos en una presentación más o menos racional de las propuestas electorales del PSOE y del PP, porque lo que acabará quedando en la retina del ciudadano común será el choque entre los odios respectivos y las pasiones negativas por encima de las consideraciones racionales.
Y es que el vigor de los populismos se manifiesta en su capacidad para contaminar todo el discurso político y convertir el enfrentamiento existencial entre el nosotros y ellos en el principal punto de referencia para la autoubicación política. Sin embargo, los ciudadanos queremos soluciones a los problemas concretos, no hablar sobre la intrínseca maldad del adversario.
Pero no será así, porque los extremos marcarán la agenda de la campaña. O no, y eso dependerá del grado de autoestima que aún les quede a los dos grandes partidos. Tengo claro que después del 28-M, PSOE y PP pactarán con quien se preste a ello. La cuestión es qué están dispuestos a asumir respecto de sus extremos más díscolos durante la campaña electoral. Unos con Podemos y los otros con Vox.
Porque este Gobierno que asegura no querer romper su coalición al mismo tiempo no cesa de lavar los trapos sucios a los ojos de cualquiera, incluidos sus posibles votantes. Así ha ocurrido la víspera del 8-M con la votación de la reforma de la ley de “solo si es si”. Aprobada por el Congreso -231 votos a favor, 56 en contra y 58 abstenciones- con el respaldo de la derecha (PP y Cs) y el rechazo de Unidas Podemos.
Pero detrás de esta discrepancia dentro del propio Gobierno de coalición, late una clara disputa por la hegemonía, que en este sistema de partidos entra en combustión por la próxima disputa electoral. A esta diputa se superpone otra fuente de conflicto político como son las posturas de las distintas corrientes feministas, cada una con la creencia de ser la versión verdadera y la única intérprete cualificada para representar al feminismo.
Solamente así es comprensible la tozudez de Podemos y sus aliados por negarse a ajustar la susodicha ley a los criterios de la racionalidad del derecho. El PSOE se ha inclinado al final por la solución pragmática, y esto le permite asumir de forma implícita el rol de feminismo “responsable”. Tampoco le viene mal que su aprobación de la reforma pase con el voto de la derecha, pues es la mejor manera de exhibir sus líneas rojas con respecto a sus socios.
Y a Podemos le viene de perlas porque puede presumir de encarnar la verdadera izquierda feminista. Al final a uno siempre le queda la duda de si más que una disputa en torno a visiones feministas no estamos en realidad ante el más clásico juego de los intereses electorales de partido. Creo que el feminismo no se merece esto.
A diario se achacan o se insinúan el PSOE y Podemos defectos tremendos esperando que los ciudadanos nos sintamos atraídos por semejante teatrillo. No se dan cuenta de que corren el peligro de minar nuestra confianza, porque la discreción es un valor y su obligación debería ser mostrar a los ciudadanos que hay un trabajo común, sin personalismos. Pero no hay remedio, siguen igual y con los mismos conflictos.
Así que, los logros de este primer Gobierno de coalición pueden quedar sepultados por el empeño de sus miembros en resaltar las discrepancias, haciéndonos creer que son insalvables y conducen a un divorcio seguro. Desde un punto de vista adulto, no se acaba de entender. O son tan insensatos como para que no les importe arruinar la cosecha o tan malos calculadores que creen que sobrevivirán por sí solos. Mal vamos, porque lo que viene a continuación es el desencanto.