Palabras de A M O R en lunes. Por María Eugenia Manzano

Por Pablo D’Ors

«El deseo de luz produce luz.»
Simone Wail

Hace ocho años un amigo me regaló un libro pequeño. 150 por 105 milímetros y 86 gramos de peso. Hoy vuelvo a los párrafos subrayados, a las hojas con esquinas dobladas, a lo que he anotado en este tiempo, tantas veces lo he leído… y curioseo como quien abre un cajón con cosas de una vida pasada. ¿Me valdrá todavía esta falda? ¿Seguirá emocionándome lo mismo? ¿Habré aprendido a mirar, al menos con más perspectiva? ¿Soy la yo de hace ocho años? Entonces llego a la página 92 y de nuevo me detengo (creo que cada vez me pasa) y, a la vez que se caen dos fotos de mi hija y de mi padre, elijo estas Palabras de A M O R.
«La realidad es que he vivido toda mi vida sin creerme en serio que yo fuera a envejecer» escribió Joan Didion.
Respiro.
Gracias, Pablo D’Ors, por esta Biografía del Silencio.
Te invito a dedicarte una pausa.
A parar en estas líneas que podrían ser manifiesto y a saborear, soltar, a gozar. A armarte también de valor para mirar a la vida de frente y a salir ahí fuera con todo, en este lunes de octubre, porque pase lo que pase con ella, no puedes dejar de vivirla. Es el enigma más grande, el misterio. Y nadie va a resolverlo. Sólo puedes entregarte.
Quietud en medio del caos. Explorar lo desconocido.
Y agarrar de la mano al miedo para que si suena la música, bailes, te bañes si vas al río, hagas el amor si amas, aceptes el pan que te ofrecen y te mojes cuando llueva.
Hazlo y respira. No temas.
El miedo, si no hay resistencia, no puede paralizarte.

Que este lunes sea bueno y lo vivas a tu favor.
Que hoy también tú estés bien.

 

 

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Yo, naturalmente, no sé bien qué es la vida, pero me he determinado a vivirla. De esa vida que se me ha dado, no quiero perderme nada: no solo me opongo a que se me prive de las grandes experiencias, sino también y sobre todo de las más pequeñas. Quiero aprender cuanto pueda, quiero probar el sabor de lo que se me ofrezca. No estoy dispuesto a cortarme las alas ni a que nadie me las corte. Tengo más de cuarenta años y sigo pensando en volar por cuantos cielos se me presenten, surcar cuantos mares tenga ocasión de conocer y procrear en todos los nidos que quieran acogerme.
Deseo tener hijos, plantar árboles, escribir libros. Deseo escalar las montañas y bucear en los océanos. Oler las flores, amar a las mujeres, jugar con los niños, acariciar a los animales.
Estoy dispuesto a que la lluvia me moje y a que la brisa me acaricie, a tener frío en invierno y calor en verano. He aprendido que es bueno dar la mano a los ancianos, mirar a los ojos de los moribundos, escuchar música y leer
historias. Apuesto por conversar con mis semejantes, por recitar oraciones, por celebrar rituales. Me levantaré por la mañana y me acostaré por la noche, me pondré bajo los rayos del sol, admiraré las estrellas, miraré la luna y me dejaré mirar por ella. Quiero construir casas y partir hacia tierras extranjeras, hablar lenguas, atravesar desiertos, recorrer senderos, oler las flores y morder la fruta. Hacer amigos. Enterrar a los muertos. Acunar a los recién nacidos. Quisiera conocer a cuantos maestros puedan enseñarme y ser maestro yo mismo. Trabajar en escuelas y hospitales, en universidades, en talleres… y perderme en los bosques, y correr por las playas, y mirar el horizonte desde los acantilados. En la meditación escucho que no debo privarme de nada, puesto que todo es bueno. La vida es un viaje espléndido, y para vivirla solo hay una cosa que debe evitarse: el miedo.
De todos los dilemas que conozco, el mejor de ellos es la vida misma. ¿Quién puede resolverlo? La vida es todo menos segura, pese a nuestros absurdos intentos para que lo sea. O se vive o se muere, pero quien decida lo primero debe aceptar el riesgo. Estamos a la mesa, ante el tablero, todo se ha conjurado para que cojamos el cubilete, lo agitemos y echemos los dados. Me entristece pensar que hay muchos que tienen ese cubilete entre sus manos y que hasta llegan a agitarlo, pero sin permitir que esos dados, juguetones y ruidosos, salgan disparados y rueden sobre el tablero. Y me entristece que haya muchos que pasen la vida con la mirada puesta en ese tablero pero sin decidirse a jugar jamás, muchos que dudan sobre si deberían o no sentarse a la mesa del banquete, dispuesta para ellos; muchos que van al río y no se bañan, o a la montaña y no la suben, o a la vida y no la viven, o a los hombres y no les aman.
Tengo la impresión de que la meditación se ha inventado solo para erradicar el miedo. O al menos para encararlo y aceptarlo, para ponerle los cotos precisos de forma que no pueda derivar en pánico.
Se puede vivir sin pelear contra la vida. ¿Por qué ir en contra de la vida si se puede ir a su favor? ¿Por qué plantear
la vida como un acto de combate en lugar de como un acto de AMOR? Basta un año de meditación perseverante, o
incluso medio, para percatarse de que se puede vivir de otra forma. La meditación agrieta la estructura de nuestra personalidad hasta que, de tanto meditar, la grieta se ensancha y la vieja personalidad se rompe y, como una flor, comienza a nacer una nueva. Meditar es asistir a este fascinante y tremendo proceso de muerte y renacimiento.

Biografía del silencio
Pablo D’Ors

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