Por Eline Snel
“El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”, Camus.
Hoy mi hija tiene fiebre. A la vez que escribo Palabras, que estarás leyendo en lunes, dejo programada la alarma para el paracetamol de las 2:30am porque sí, que ya lo sé, tiene 18 años y podría hacerlo ella, pero no. Cuando se trata de la mujer a la que has parido, amamantado y puesto a dormir en tu pecho, las cosas funcionan de una manera diferente al resto del mundo. Y aunque vaya a la Universidad y tenga novio y viva en un colegio mayor y pueda tatuarse la fecha de nacimiento de su hermano o ponerse un piercing en el ombligo, hoy está aquí, durmiendo en su habitación, y yo le daré el paracetamol de madrugada.
Los hijos de ustedes, mis propios hijos, nuestra hija si es el padre de mi hija el que está leyendo, terminarán haciéndonos viejos y viviendo de otras formas que están inventándose todavía o ya se han empezado a inventar, saldrán a la calle en pro de una revolución propia y tal vez, ojalá, conquisten una nueva libertad. Pero en medio de todo eso hay algo que no va a cambiar y es que cada vez que alguno de ellos se ponga enfermo su madre se despertará cada seis horas para ver cómo va la fiebre. Es como lo que hace unos días un amigo me contaba, un momento casi mágico dentro de su último viaje: “De pronto volví a mi infancia, al regazo de mi madre y me sentí protegido. Recordé ese lugar seguro que te aísla de cualquier peligro y sentí cierta añoranza.” Pues eso.
Que algunas, lo más grande ya lo tenemos hecho.
Lunes, 17 de octubre. Yo te invito a respirar.
Parar un instante el reloj, salir del yugo del cronos. Volver a ese tiempo sin horas de cuando éramos niños, hijos, y permitirnos la inocencia. Bailar, cantar, explorar. Necesitamos habitar lo que el filósofo Paul Ricoeur llamó la «segunda ingenuidad»: la frescura de reacción, la espontaneidad condimentada con sabiduría y experiencia. Un amante es un niño adulto. Nunca dejes de jugar.
Que hoy tu día sea bueno.
Que puedas acariciar la ternura.
Y que tú estés bien.
AUTOCOMPASIÓN
( Del libro Respirad – Mindfulness para padres con hijos adolescentes )
Eline Snel
Sólo somos seres humanos, con todos nuestros éxitos y fracasos.
Ocurre que no siempre todo nos sale bien y se irán dando situaciones que perturben el espejismo de la perfección y la ilusión de que podemos controlar nuestra vida. Afortunadamente, tenemos otras herramientas a nuestra disposición, además de las respuestas fisiológicas de lucha, huida o parálisis.
Empecemos por darnos esa seguridad y cuidado que tanto necesitamos en tiempos difíciles. ¿Quién mejor puede saberlo detrás de esa máscara de «todo bajo control»? ¿Quién conoce mejor todas tus vías de escape, siente el dolor en toda su intensidad y está siempre ahí para ayudarte de forma amable y comprensiva, sea a la hora que sea?
Ése eres tú.
Al comienzo parece un tanto extraño e incluso antinatural el ser amable y considerado con uno mismo. Ello se debe básicamente a que tienes la idea de que lo has hecho todo mal y todavía tienes la tendencia de apretarte un poco más las tuercas.
Pero puedes practicar verte de otra manera, igual que una madre y un padre miran a su hijo recién nacido.
Tan pronto como puedas mostrar comprensión a tus sentimientos heridos, dejes de luchar contra los conflictos e inicies la búsqueda de la felicidad, crearás espacio para el desarrollo de la amabilidad y el juego, teniendo más tolerancia hacia los defectos y sentimientos de los demás y de los tuyos propios. No ocurrirá de repente, sino de forma gradual. Y entonces, de pronto te darás cuenta del cambio: en situaciones en las que antes ponías cara de enfado, aparece ahora una sonrisa.
Una vez que hemos recuperado nuestro equilibrio en nuestro corazón y en nuestra mente, la compasión puede florecer poco a poco. No es tarea fácil, ya que estamos acostumbrados a criticarnos y rechazarnos. Nuestras reacciones automáticas proceden de lugares aún oscurecidos por la tristeza y en los que se encuentran heridas antiguas que todavía no han sanado.
Pero vale la pena: mientras sigamos rechazándonos y no permitamos o reconozcamos la existencia de nuestra tristeza y nuestro dolor, también rechazamos (inconscientemente) el dolor y la tristeza de nuestros hijos.