Esa falta de respeto por el otro, ese ninguneo, esa incapacidad de ponernos otros zapatos lo contamina todo. Y viene, probablemente, de que aquí esa reflexión colectiva ha llegado a España con casi 300 años de retraso. A Inglaterra llegó con la deposición del rey Jacobo y la democracia parlamentaria que en 1689 produjo un documento donde se establecían los derechos y los deberes del ciudadano común, y a los franceses con su declaración en 1789 de los derechos del hombre y del ciudadano. Se me ocurre especular que todo lo que hemos tenido durante esos 300 años es el dogma que imparte la Iglesia católica, el «porque te lo digo yo» que dice el cura, reforzado por los 40 años de «no me va usted a decir a mi» que consolidó el dictador. Más que el pensamiento se fomentó durante todos esos años, la fe, el dogma, la creencia y ahí, precisamente, está la clave del éxito actual de la arbitrariedad, de las medias verdades, de la chabacanería política: al que cree no es necesario explicarle nada, basta con decir, vociferando con mucha autoridad, algo que tenga la suficiente sonoridad, aunque sea mentira. Y así nos va. Feliz año del cambio.