Hay días en los que el Estrecho de Gibraltar decide recordarnos quién manda. Hoy, martes 16 de diciembre, lo ha hecho a través de una sinfonía de azules imposibles, de cielos que se abren y se cierran como un telón antiguo, y de lluvias que caen al mar como cortinas de luz. Una escena cotidiana solo en apariencia, pero profundamente extraordinaria para quien se detiene a mirar. es la foto del día.
En la imagen, el cielo no es uno, sino muchos. Azules densos, casi de plomo, conviven con claros luminosos que se descuelgan sobre el horizonte africano. El mar, sereno y eterno, sostiene barcos que parecen suspendidos en el tiempo, testigos mudos de siglos de travesías, despedidas, regresos y esperas. Abajo, la piedra antigua de Tarifa —fortaleza, historia, frontera— observa, como lo ha hecho siempre.
Este lugar legendario, donde dos continentes se miran y dos mares se rozan, tiene la peligrosa costumbre de parecer normal a fuerza de convivir con él. Y sin embargo, no deberíamos permitirnos esa rutina. No podemos acostumbrarnos a una belleza que ha sido faro, refugio, paso obligado y mito. A un paisaje que ha visto fenicios, romanos, navegantes, migrantes y temporales; que ha sido puerta y herida, promesa y vértigo.
El Estrecho no se deja domesticar. Hoy lo demuestra con esa lluvia lejana que no moja la tierra, con ese cielo que parece pintado por capas, con ese azul que no pertenece a ningún catálogo. Mirarlo es un ejercicio de memoria y de humildad: estamos aquí solo un instante, y él seguirá siendo cruce, misterio y horizonte.
Quizá la verdadera noticia de hoy no sea el tiempo, ni el mar, ni el cielo. Quizá sea recordar que vivimos en un lugar al que no deberíamos acostumbrarnos nunca, precisamente porque su belleza sigue siendo capaz de detenernos el paso y dejarnos, aunque sea un momento, en silencio.















