Es la foto del día, inadmisible.Hay algo profundamente triste —y, al mismo tiempo, indignante— en contemplar una pared pública convertida en el lienzo de la rabia vacía. Ese blanco limpio, pensado para dar sensación de orden, de espacio compartido, de respeto cívico, aparece ahora colonizado por pintadas basura que no aportan nada, no denuncian nada, no construyen nada. Solo salpican de fealdad un lugar que es de todos.
No estamos ante arte urbano. No estamos ante protesta social. Estamos ante el impulso primario de unos energúmenos que confunden libertad con impunidad y expresión con agresión. Personas que creen que garabatear consignas huecas en instalaciones comunes los hace visibles, cuando en realidad solo los retrata: inmaduros, egoístas, incapaces de convivir.
Cada spray descargado contra lo público es un acto que erosiona la imagen colectiva. Es un golpe más contra la dignidad del barrio, contra el esfuerzo de quienes cuidan, limpian, mantienen. Y lo peor no es la pintura; lo peor es el mensaje que siembra: “esto no importa”, “esto no es de nadie”, “hagamos del entorno un vertedero visual”.
Pero sí importa. Importa porque el espacio común habla de quiénes somos. Importa porque el cuidado crea pertenencia, y la dejadez fabrica abandono. Importa porque detrás de cada pared vandalizada hay tiempo, recursos y trabajo que alguien tendrá que asumir para reparar el daño gratuito de quienes solo saben destruir.
La sociedad no puede normalizar esta suciedad moral y estética. No puede mirar hacia otro lado mientras la estupidez marca territorio. No podemos resignarnos a que el ruido de unos pocos ensucie la vida de todos.
Algo tenemos que hacer —y empieza por no callar ante esta falta de respeto que jamás debería tener cabida en ningún lugar que nos pertenezca en común.















