España está paralizada por un bibloquismo polarizador que hace imposible imaginar casi cualquier acuerdo transversal. También carece de una derecha que sepa cómo orientarse en su propio territorio.
Este año se celebra en Portugal el 50 aniversario de la revolución de los claveles. El 25 de abril 1974 se puso fin a la dictadura de Oliveira Salazar y Marcelo Caetano. Fueron casi cincuenta años de fascismo. Una vida entera deformada por el miedo. Pero ese día el pueblo y el ejército salieron a la calle para poner fin a tanta represión e instaurar un régimen democrático.
Portugal dio un paso inimaginable. Se derrocaba una dictadura de medio siglo en cosa de horas gracias al impulso de la clase media y de un ejército agotado y desmoralizado en su lucha contra los movimientos de liberación colonial. El anacronismo del imperio portugués iba a terminarse de un día para otro sin sangre y de forma fulminante.
El 25 de abril y la revolución portuguesa tuvieron una enorme influencia en la Transición española. La juventud universitaria española pronto se enamoró de la ética y de la estética de aquel extraño golpe de Estado, cuya señal de radio fue una canción emblemática: “Grándola, vila morena”, de Zeca Afonso, y cuyos únicos tonos rojos fueron los claveles primaverales.
Ahora, en Portugal, el líder conservador Luís Montenegro del PSD, ganador de las elecciones del 10 de marzo, ha conseguido dejar fuera de su nuevo Gobierno a la Chega, el partido de ultraderecha que sacudió el sistema de partidos del país vecino. La reacción del Partido Socialista (PS), el anterior partido gobernante, parece que lo encamina a una oposición constructiva.
Desde luego está por ver si los conservadores portugueses conseguirán la estabilidad necesaria para llevar adelante la legislatura, pero estas maniobras no dejan de mandar una señal positiva. A la vista de lo que ocurre en nuestro país con el PP y Vox, y viendo hacia donde apuntan las elecciones europeas, creo que esta decisión va en la buena dirección.
Al menos muestra que el sector mayoritario de la coalición de derechas, Alianza Democratica (AD), liderada por Montenegro, tiene claro cuál ha de ser su relación con los partidos de ultraderecha. Justo lo contrario de lo que nos encontramos en España y en buena parte de Europa.
Es obvio que España no goza de la cohesión nacional portuguesa, y está paralizada por dos bloques polarizados que impiden casi cualquier acuerdo transversal. Pero, y esto es lo que nos interesa, carece también de una derecha que sepa cuál es su espacio político, qué son y qué quieren ser.
Esta es la herida por la que sangra el PP, obligado, allí donde depende de Vox, a ceder en cuestiones que lo desfiguran como “derecha moderna” y que, como vimos en las pasadas elecciones generales, lo limitan gravemente en sus aspiraciones a gobernar. En dos palabras, no ha encontrado aún una estrategia para relacionarse con Vox. Ni sabe, ni se la espera. Al menos después de su acuerdo con los ultras relativo a la memoria histórica en las comunidades donde gobiernan conjuntamente.
Quizá le alegre saber al PP que, como afirmaba hace un par de días Simon Kuper en el Financial Times, parece que las guerras culturales se van apaciguando. Pero si no fuera así, el Gobierno llevará a las principales instancias europeas e internacionales la ofensiva de los gobiernos autonómicos del PP y Vox en Aragón, Castilla y León y Comunidad Valenciana contra la ley de memoria democrática, que quieren sustituir por unas supuestas normas de “concordia”.
No se enteran. No aciertan a vislumbrar, como señala la prensa, que ahora una amplia mayoría de estadounidenses y británicos se muestran a favor de discutir los aspectos más controvertidos de su historia -el racismo o el imperialismo, según el caso-, porque no quieren eliminarlos o renunciar a una visión crítica, pero tampoco compran las posiciones del radicalismo más extremo. Y así en todos los temas. Tampoco es tan difícil. Aunque, eso sí, el PP tendrá que trabajarlo y luego plantarse ante Vox. Pero, ¿serán capaces?