Un personaje de El Roto, en su viñeta de El País, dice: “Ya no consumo ideologías, estoy limpio”. Una ironía de mucha actualidad. Las ideologías son siempre relativas, porque lo único absoluto es la calidad moral de las personas.
Existen dos campos diferentes de la actividad humana conectados entre sí: la política, cuyo ámbito se vincula al debate de ideas sobre la organización de la sociedad, la forma del Estado o la Economía, y el relativo a la comprensión del hombre y la moral, que por tradición y naturaleza pertenece a la religión y a la conciencia personal de los individuos.
Hoy los partidos se han hecho cargo, tanto en sus programas como en la legislación dimanante de ellos, de estos asuntos de carácter pre-político, que afectan directamente a nuestra concepción del hombre y de lo humano y, por lo tanto, a lo más profundo de nuestras vidas.
¿Qué fue primero el huevo o la gallina? Peter Hatemi, investigador de la Penn State University (EEUU), ha querido responder a esta pregunta, pero llevándola al terreno de la psicología política, siendo la ideología, la elección de partido, y la moral, las creencias basales de la persona.
Hatemi y su equipo de investigación han llegado a la conclusión de que no es cierto, como suele pensarse, que la moral conduce a la elección de partido. Todo lo contrario: al elegir partido, y votar por él, vamos conformando nuestra brújula moral.
Hay más: tras analizar los resultados de tres estudios sobre fundamentos morales (igualdad, lealtad, autoridad, pureza) y actitudes políticas, los investigadores descubrieron que la moral sirve menos para predecir la ideología que al revés, y que la actitud política se sostiene mejor en el tiempo que la moral.
En definitiva, el poder político ha penetrado decididamente en el terreno de la moral y de la intimidad de cada persona, con frecuencia de forma arrasadora. Y los ciudadanos han terminado por acostumbrarse a que éste poder sea quien fije lo qué es preciso creer y no creer, y cuáles son los valores a defender.
Pero así, los seres humanos corremos el riesgo de ser sectarios, analizando de manera distinta las acciones de los demás, dependiendo de quién se trate, y atendiendo los hechos más por las personas que por los valores.
Sin embargo, en el momento de emitir opinión, no debemos ser frívolos, sino serios, porque cualquier conducta humana debe analizarse tomando en cuenta las singularidades de cada caso y el contexto donde se da. Cuántas cosas tendrán que combinarse para que algo pase de la manera que pasa.
Como humanos muchas veces no nos entendemos porque estamos aferrados a nuestras ideologías, y no hay intercambio sino imposición. Las generalidades son así y se cae fácilmente en la falacia de una generalización imperfecta.
Los valores son íntimos y deben gestionarse, no imponerse como si fueran recetas infalibles. Y aunque sea un asunto de todos, en lo individual se requiere de un ego que dé la cara, y para eso se necesita de tolerancia a lo inevitable y, sobre todo, a la realidad.
Hasta Karl Marx dijo que construimos nuestra propia historia, no desde elementos disponibles libremente, sino bajo las condiciones que heredamos y recibimos. Por eso, tenemos que aceptar lo que hay y personalmente hacer lo que haya que hacer lo mejor posible.
Independientemente de lo que se piense de las ideas o de las teorías de Marx, esta explicación es muy útil. Al analizar individuos o grupos y cómo toman decisiones, vemos que se puede elegir entre decir sí o no a las propuestas presentadas, pero no elegimos las condiciones bajo las que ejercemos nuestra libre voluntad.
No podemos claudicar ante los problemas por desidia, comodidad o mimetismo, dejándolos al albur de la ideología de los estados o de la decisión de las mayorías parlamentarias, que imponen sus puntos de vista. Esto, sin lugar a dudas, es una mala estrategia, y de sus resultados, de una u otra forma, todos nos hacemos cómplices o responsables.
Es necesario reaccionar. Porque de cómo se afrontan estos temas ha dependido la decadencia o perdurabilidad de las culturas y civilizaciones en el pasado, y hoy, incluso, del porvenir del propio ser humano, ufano de su poder y conocimientos científico-técnicos, pero de volátiles, si no confusas, convicciones morales.