El problema de la masificación del turismo, que al parecer tanto daño provoca en los lugares visitados hasta el punto de provocar turismofobia, no son unos extraterrestres llegados del mundo exterior. Somos nosotros mismos. No es una perogrullada, aunque lo parezca, porque con frecuencia se nos olvida que la mayoría conformamos, en mayor o menor medida, con mayor o menor frecuencia, con mejor o peor comportamiento, ese ente abstracto al que englobamos bajo el nombre genérico de «los turistas».
El rechazo al que viene de fuera, ya sea de otra provincia o del extranjero, no es nuevo. Aún recuerdo a muchos asturianos, cuando los viajes masivos no eran un problema, proclamar despectivamente al llegar el verano: «Ya están aquí los madrileños». Y eso que tenemos fama de ser anfitriones modélicos. Aún recuerdo también, cuando nuestros planes viajeros no pasaban de Valencia de Don Juan o Sahagún de Campos, oír a más de un castellano –cariñosamente, cazurro–, proclamar con cara de malas pulgas: «ya están aquí los asturianos».
Yo mismo debo confesar que desde mi tierna infancia, ya contribuí a la proliferación de los pisos turísticos. Bien de mañana, mis primas y yo íbamos a la estación de Renfe a esperar la llegada del expreso nocturno Costa Verde. Recibíamos a los veraneantes madrileños al grito de ¿habitación, señor?, ¿habitación, señor? Sí, alquilábamos habitaciones, que liberábamos apiñándonos en un rincón de la casa, para completar el sueldo de nuestros padres. No éramos precisamente Airbnb, pero ya practicábamos la economía colaborativa sin necesidad de tecnologías sofisticadas.
Me alojo en pisos turísticos, formo parte de las aglomeraciones y hasta en alguna ocasión he hecho un crucero. Debo confesar, y hasta siento cierta vergüenza cuando lo hago, que tres o cuatro veces tuve la oportunidad de hacer algún crucero por el Caribe o el Mediterráneo. Que nadie piense que es un lujo desproporcionado. A juzgar por los miles y miles de personas que hacen cruceros hoy en día, tiene el mismo glamour que la Ciudad de Vacaciones de Educación y Descanso de Perlora en los años sesenta.
Acabo de volver de la atiborrada costa alicantina, donde no solo contribuí a su masificación, formando parte de esas fotos de los Telediarios que recuerdan al juego de Buscando a Wally en la playa. Por si fuera poco, me alojé con mi familia en un piso de la demonizada Airbnb, muy bien acondicionado por cierto y con todas las comodidades.
Llegué de vuelta a la destartalada estación de Chamartín, donde hay que soportar enormes colas hasta para utilizar las escaleras mecánicas o donde los taxis se consiguen tras recorrer un kilómetro de rampas, tablones y caminos de obra improvisados. Allí los residentes en Madrid que veníamos de hacer turismo nos cruzamos con la multitud de foráneos que venían a hacer turismo en la capital. Sí, esos que dicen que nos han arrebatado el centro, que contribuyen a la gentrificación, que se han cargado de un plumazo el alma y el sabor de la ciudad.
No seré yo quien niegue que el turismo masivo es un gran problema. Que lo de lugares como las Baleares, Canarias, Barcelona, Málaga o Valencia empieza a ser insostenible. Sin duda, son los efectos de la globalización: viajes baratos, un mundo sin distancias, una economía basada en el monocultivo del turismo. ¿Qué hacemos? ¿Prohibimos a la gente viajar? ¿Establecemos turnos? Ni idea. Son problemas mayores, globales, que, a no ser que a nuestros gobernantes se les encienda una luz, tienen muy difícil solución a estas alturas.
Una reciente encuesta de Hosteltur, la mayor agrupación de periodistas especializados en turismo, estimaba que un 94 por ciento de los españoles piensa viajar este verano, ya sea a la costa, a la montaña o al pueblo de los abuelos. Según eso, sólo un 6 por ciento de nuestros compatriotas son inocentes del turismo invasivo y destructor. Quizá el año que viene lo más correcto sea quedarse en casa.