Los cuidados y sus recursos. Por: Ángel Luis Jiménez

La sociedad en la que vivimos descansa sobre los cuidados como trabajos no remunerados, pero a la vez condena a quien pretende
Asistir durante años al cruel deterioro de graves enfermedades discapacitantes es muy duro. Detrás de diagnósticos de enfermedades como la Ela, el Parkinson o el Alzheimer, hay otro mundo, otros parámetros para medir la calidad de vida y, por supuesto, aspiraciones y necesidades.
Las personas enfermas requieren muchos cuidados. Los padres, madres, hermanos y cónyuges se convierten en profesionales que asisten en todo. Estos cuidados crean interdependencias donde se ofrece tiempo, esfuerzo y amor mientras llega una posible cura, si la hay.
También se debe hablar de la soledad de los cuidadores y de la injusta y dolorosa que es la vida dedicada a los cuidados. Se exigen los mejores recursos, pero consideramos los cuidados como un asunto privado, olvidando su dimensión colectiva.
Los sistemas públicos cada día sufren más recortes o se privatizan, y quienes cuidan caen en un desamparo cada vez más asfixiante. Esta muerte canjeable ofrece una metáfora distópica de las sociedades donde el dinero compra la salud. Cada vez hay más negocio y menos derecho.
Las personas que deciden acompañar a un ser querido enfermo afrontan renuncias constantes, agotamiento y aislamiento. Para todas ellas la entrega está penalizada: dejar el trabajo, reducir su jornada, salarios mermados, sueños enterrados, reproches, ansiedad…
Dasha Kiper, psicóloga clínica experta en demencia, en su libro Viajes a tierras inimaginables, investiga la mente de los cuidadores, los grandes olvidados. Cree que necesitaríamos no solo mayor flexibilidad social, sino una mejor comprensión de la paradójica experiencia de cuidar a alguien amado.
Resulta fácil imaginar la permanente ansiedad de intentar encajar el rompecabezas, la impresión de fallar a todos, la prisa y la presión. Pero, a esto, como insiste Kiper, se une a veces la oposición del paciente. Para quien pierde el control, sus problemas suelen ser culpa de otros. “Los cuidadores no solo son testigos de la enfermedad, sino también de cómo esa persona se defiende de ella y la rehúye”.
Negar el problema conlleva negar a quien atiende. Al hilo de las pugnas, emergen antiguas heridas no resueltas, ecos de conflictos latentes. Hasta cierto punto puede ser más delicado ocuparse de un familiar que de un extraño, ya que en muchos casos resulta inevitable leer sus síntomas y reacciones en clave personal.
Enfadarse es comprensible, dada la tensión, pero al estallido suele seguir el arrepentimiento. En las arenas movedizas del dolor, el equilibrio es frágil y la paz interior, difícil. Hay que borrar los remordimientos por no estar a la altura de un ideal imposible.
Dasha Kiper describe el sentimiento de culpa de quien cuida, esa impotencia que emerge como resultado explosivo de la responsabilidad, la soledad y, a menudo, la asfixia económica. Permanecer junto a los enfermos para atender sus necesidades puede ser muy gratificante, pero drena toda energía.
Sin el imprescindible descanso, se oxida el hábito de distanciarse para reponer fuerzas y buscar placer. Estas marañas de cuidado, cansancio y culpabilidad no se desenredan solas. Las soluciones individuales pueden aliviar, pero no bastan. Y sin apoyos, emerge la soledad del cuidador de fondo.
Así que, hace falta sentido de lo común, y comunidades de sentido. Necesitamos propuestas políticas y económicas que regresen a la acepción etimológica. Se requiere una sanidad al alcance de todo el mundo y tan robusta como nos gustaría que fuera nuestra salud. Resulta vital contar con redes, tribus y una familia de aliados: la amistad sabe ser profundamente terapéutica.
Colaborar no consiste en arengar a los demás explicando qué harías tú para resolver sus problemas, como un oráculo. Se trata de aligerar el peso, disminuyendo en lo posible el estrés y la ansiedad, compartiendo la carga porque la unión hace la fuerza, sino también porque las amenazas parecen menos abrumadoras cuando se afrontan en comunidad. Quienes han tejido relaciones solidarias sufren menos miedo que quienes se sienten solos. La persona enferma y sus acompañantes deben de formar una unidad: son todas pacientes que reclaman atención.

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