Palabras de A M O R en lunes. Por María Eugenia Manzano

Mis agendas son pequeños libros de aventuras. Las guardo en cajas de vino tinto y me digo que tal vez por eso se han ido impregnando de fantasía pero no. Hace unos días saqué unas pocas, las de los últimos cinco o seis años, y hasta me costó interpretar algunas cosas que no tengo ni idea de cómo han llegado hasta allí porque, además de lo sorprendente que a una le resulta a veces el propio transcurso de sus acontecimientos, desde los quince años escribo en clave lo que no quiero que nadie lea y al cabo de algunos años no puedo descifrarlo yo misma. 
Me pasa desde que era niña, guardaba en cajas pequeñas entradas, servilletas, números de teléfono a lápiz que luego se emborronaban en notitas de papel, un trozo de tela, un ticket… hasta el agua de lavarme la cara el día que conocí a Hombres G y me besó David Summers. Años estuvo guardado aquel beso en un botecito naranja. Un día debí de hacerme mayor y vi que se había evaporado. 
Con el tiempo entendí que ese Diógenes de recuerdos no servía para nada y dejé de guardar cosas en cajas, pero la gente no sale de los vicios así como así ni del todo, y seguí con lo de las agendas. En marzo de 2019, por ejemplo, ha aparecido un trozo de calcetín de esquiar de Lucía y al lado pone Grandvalira. “Coño, mira, qué bien lo pasamos en aquella esquiada” digo al verlo, y es como tener los recuerdos ahí, al alcance, más a mano todavía que en las cajitas, y pienso que algún día mis hijos se entretendrán leyendo las agenda y también pensarán “Coño, mira, mi madre…” y lo que siga. 
Por ahora, me gusta ir dejando esas migas de pasado cerca, qué sé yo, por si un día me aburro del presente o por si me apetece iniciar ese viaje de gratitud que suele regalarnos diciembre. 
Es lo que tiene este mes, que asoma la pata por la puerta y empezamos a recoger el año. Yo, por si tenía poco con este, he sacado las agendas antes de sacar el árbol. Nunca sabe una cuándo va a necesitar un recuerdo. 
 

Que este lunes de diciembre te regale gratitud. Que puedas mirar atrás y sonreír al pasado y, como dice Isabel Coixet, te sorprendas musitando un «Gracias» aunque no sepas ni a qué ni a quién. 

Yo hoy, con su permiso, voy a cerrar como ella, agradeciendo sobre todo que un día una chica de Martiago y un chico de Pozuelo se encontraron, bailaron, se quisieron cerca el uno al otro y poco tiempo después me recibieron por sorpresa en su vida, escribiendo la primera frase de este cuento sorprendente. Gracias, gracias, gracias. 
 
Namaste. 
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Tantas gracias 
Isabel Coixet
 
«El escritor Paul Auster ha mencionado en multitud de ocasiones uno de los sucesos que marcó su vida. Cuando tenía siete años, su madre le envió a un campamento de verano en la montaña. Saliendo de excursión con unos compañeros, empezó a caer una tormenta torrencial y los niños corrieron a resguardarse. Al encontrar un cerramiento de alambre, uno de los chavales, el que más corría, intentó subirse por ella, con tan mala suerte que cayó un rayo en ese momento y el niño murió en el acto. Los otros niños siguieron corriendo, y Paul Auster, pensando que su amigo aún estaba con vida, se quedó con él y empezó a observar los diferentes cambios físicos que sufrió el cadáver: la súbita rigidez, los labios morados, la mirada vacía. Paul Auster afirma que ese momento fue fundamental en su vida y en su carrera, porque fue por primera vez consciente de lo efímera y aleatoria (dado que fue pura casualidad que fuera el otro y no él mismo el que fuera alcanzado por el rayo) que es la vida. Y también porque sintió un intenso agradecimiento porque el destino le había dado una segunda oportunidad, aunque se la hubiera denegado a su amigo. Desde entonces, cada mañana, Paul Auster, antes de salir de la cama y esté donde esté, dice: «Gracias». A la vida, al destino, al rayo, a su propia torpeza por no ser tan buen corredor como el niño fallecido. A menudo estos encuentros con la mortalidad nos hacen ser conscientes de lo corta y azarosa que es nuestra existencia y, al menos durante un tiempo, un sentimiento intenso de agradecimiento nos embarga y nos hace ver lo que nos rodea con otros ojos. 
Por circunstancias que no tienen nada que ver con tormentas o rayos, he tenido, no hace demasiado, un topetazo con la muerte y me he sorprendido a mí misma musitando, si no todas las mañanas, sí con frecuencia, no sé a qué o a quien: «Gracias». Gracias por dejarme sentir como el aire entra en mis pulmones y los abandona imperceptiblemente, gracias por el sudor y el frío y el hielo y la escarcha y los arcoíris y el barro y las puestas de sol, aunque sean solo una alucinación óptica, aunque sean mentira. Gracias por los libros y la música y las películas y la pintura y el ruido de las golondrinas y el zureo de las palomas y el ronroneo de los gatos. Gracias por los dolores de cabeza que me hacen recordar que tengo una, que soy vulnerable, que soy mortal. Gracias por esta vida a veces hermosa, a menudo terrible e inasible y ajena. Gracias por las auroras boreales, aunque duren apenas unos segundos, aunque donde vivo nunca las veamos. Gracias por el vino tinto y el champán y los zumos de manzana con limón y jengibre. Y sobre todo, gracias porque un buen día de primavera, una chica de Salamanca y un chico de Barcelona se encontraron en una sala de baile y ya no se alejaron nunca el uno del otro y luego, años después, me recibieron en su vida. Gracias”.

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