Palabras prohibidas o neolenguaje. Por: Ángel Luis Jiménez Rodríguez

En la toma de posesión de Donald Trump como presidente de EEUU declaró: “Solo reconoceremos dos géneros, femenino y masculino”. Como consecuencia, la política oficial de ese país pasó a ser binaria, enterrando, al menos administrativamente, la identidad de, entre otras, las personas trans. En este contexto, y reflexionando sobre la novela “1984” de George Orwell, me pregunto si ha llegado el momento de ese mundo orwelliano.

Menos de dos meses después, varios organismos federales de Estados Unidos publicaron un listado con más de un centenar de palabras que no debían ser usadas en cualquier tipo de comunicación oficial. Algunos ejemplos: antirracismo, negro, genero, feminismo, multicultural, inmigrantes, fetos… ¿Cómo se podrá investigar sobre fetos si no podemos utilizar esta palabra? Está claro que, si prohíbes un concepto, limitas la producción de datos sobre él, sobre todo si se borran del lenguaje de las instituciones públicas.
Porque lo que no se nombra, no se gestiona, y así es difícil de medir. Entonces, ¿deja de existir? ¿quedan limitados los derechos de determinados colectivos? Es evidente que una simplificación excesiva de palabras o prohibir su uso, como pretenden determinados gobiernos ultras, restringe la democracia.
Estas son decisiones sobre el lenguaje que han tomado Trump, Milei y Putin, con antecedentes en otros gobiernos ultras. Mussolini restringió el uso de palabras extranjeras y promovió términos con raíces latinas. Los nazis no solo crearon un lenguaje de propaganda propio, sino que también vilipendiaron palabras consideradas semitas, con el objetivo de construir una nueva forma de pensamiento.
En Rusia, se ha convertido en deporte de riesgo utilizar el femenino, es una práctica a perseguir. Macron ha defendido que en el francés la forma neutra la proporciona el masculino. El año pasado, el Congreso español dejó de apellidarse “de los Diputados” para quedarse en “Congreso”, a secas, como consecuencia de la reescritura del Reglamento de la Cámara para adaptarlo a lenguaje inclusivo, aunque no se ajuste a las reglas gramaticales vigentes de la RAE.
Si hablamos de China, el Gobierno ya ha incorporado mecanismos de censura para temas considerados sensibles en los modelos DeepSeek de IA (inteligencia artificial), limitando todas las respuestas que estén relacionadas con asuntos políticos o sociales delicados al partido comunista y la ortodoxia marxista.
Todo esto me hace recordar las neolenguas de George Orwell en 1984, porque la eliminación sistemática de palabras impide elaborar un discurso contrario al régimen. Además, no solo se termina con el lenguaje, sino que nuevos gobiernos deben reconstruir desde cero las instituciones y el lenguaje de la democracia, sino todo seguiría igual y nada habría cambiado.
Está claro que la prohibición de palabras es solo una de las muchas herramientas posibles utilizadas para fomentar la ignorancia sobre el funcionamiento de la democracia y la naturaleza de la opresión. La percepción de unas reciprocidades entre lenguaje y sociedad son tan antiguas como el mismo Platón.
Orwell siempre tuvo un interés especial en la corrupción del lenguaje, en los libros para niños, en las artes populares, en los espectáculos de masas y en la “mala” literatura. Pero, entre esas críticas y el paso que da en su obra 1984, hay todo un abismo: El “doble pensar”, el “Gran Hermano”, los “proles”, el “Ministerio del Amor”, la misma “neolengua” han entrado ya en su lenguaje. “No personas” ha llegado a ser siniestramente indispensable en las descripciones de la burocracia del terror que novela.
Y en su Apéndice sobre los principios de la neolengua tiene una implacable autoridad de la que carece buena parte de su relato. Parece como si toda la carrera de Orwell como periodista, analista político, crítico literario y lingüístico y novelista de ideas hubiese sido un preludio de esta declaración: “Una persona que creciera con la neolengua como una única lengua no sabría que “igual” habría sido antaño el significado secundario de “políticamente igual”, ni que “libre” hubiera significado en tiempos “intelectualmente libres”, lo mismo que, por ejemplo, una persona que nunca hubiera oído hablar del ajedrez no conocería los significados secundarios de “reina” y “torre”.
También Orwell en ese Apéndice se interesa por la Enciclopedia Británica, haciéndole un guiño a aquellas bellas palabras que quedan por traducir y purgar. Decía que en 2025 (75 años después de la publicación de su novela), esa gran tarea ya estaría realizada. ¿Es posible? Y en ese bendito momento, el lenguaje tal y como antes lo conocíamos, no hará falta. En realidad, no habrá pensamiento tal como lo entendemos, al no ser necesario pensar. La ortodoxia es la inconsciencia. O el analfabetismo. O un sistema de televisión veinticuatro horas al día. O la amenaza de Putin con una prueba termonuclear con el título Operación Luz del Sol.
¿Llegará a existir el tipo de sociedad descrito por Orwell en 1984? Recordemos que ya se han visto parcialmente realizadas en el comunismo y el fascismo. Decía Orwell en 1948, “que el panorama real es muy sombrío”, igual que ahora, “y todo pensamiento serio debe empezar por ese hecho”. Con Putin y Trump, nada hay actualmente que refute esta proposición. Para cientos de millones de hombres y mujeres del planeta, el por desgracia clímax de la visión de Orwell de una bota pisoteando una cara humana, no es tanto una profecía como una imagen del presente. Si nuestro sistema político se hunde por el peso de la codicia y los armamentos, es posible que haya quienes -tal vez muchos- recuerden la novela de Orwell como una inspirada premonición. Mal vamos.

Un comentario

  1. Curiosamente la neolengua y las mayores aberraciones hacia el habla y la escritura vienen de los que utilizan el desdoble y el «elle». La reacción de la otra parte al ataque continuo es lo que preocupa, claro.

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