Por José María Toro

Con la libertad, las flores, los libros y la luna, ¿quién no sería perfectamente feliz? (O.Wilde)

Tres de octubre, otoño en rama. Amanece un lunes nuevo y agarro una taza de té con canela y nuez moscada y antes de seguir escribiendo yo me invito a respirar. 

A parar, a elevar la mirada. 

A tomar un minuto al menos y observo tras los cristales gente que se va y se viene, algún perro. Asoman los primeros abrigos y una pareja se abraza mientras le sonríe a la foto. 

¿Acaso se inventó el AMOR para hacerlo en los veranos? ¿O más bien para sobrevivir cuando esta estación se acaba? Hace unos pocos días escribí sobre un mantel «Guarda un día para cuando no haya«, la frase de César Vallejo. Me gusta lo que tiene detrás. Y escribir en cualquier sitio.

Solía hacerlo en la servilleta que dejaba con el desayuno a mis hijos y en la que llevaban junto al almuerzo. Les pintaba un corazón, un trébol, un te quiero o un beso rojo e imaginaba su cara en el recreo, muertos de la vergüenza, escondiéndola en algún bolsillo y buscando una papelera. Creo que lo último que hicieron siempre fue limpiarse la boca con ella. Ahora ya casi se han ido y, en cualquier caso, no llevan más servilletas. Ley de vida, nido vacío, parte del ciclo vital… ¿cuántas formas de disfrazar lo que te echo de menos?

Las hojas no caen, se desprenden… dicen hoy Palabras de AMOR. Yo me acojo en mi desprendimiento.

Respiro. Tal vez lo hagas tú también.

Toma aliento, suelta luego. Sienta el aire en la nariz.

Respiremos, mi amor, respiremos.

Y que este lunes de octubre sólo sea un día bueno.

Que estés bien.


José María Toro. La sabiduría de vivir ‘

Siempre me ha parecido espectacular la caída de una hoja. Ahora, sin embargo, 
me doy cuenta que ninguna hoja»se cae» sino que llegado 
el escenario del otoño inicia la danza maravillosa del soltarse.

Cada hoja que se suelta es una invitación a nuestra predisposición al desprendimiento.
Las hojas no caen, se desprenden en un gesto supremo de generosidad

y profundo de sabiduría: la hoja que no se aferra a la rama y se lanza 
al vacío del aire, sabe del latido profundo de una vida que está siempre 
en movimiento y en actitud de renovación.

La hoja que se suelta comprende y acepta que el espacio vacío dejado por ella 
es la matriz generosa que albergará el brote de una nueva hoja. 

La coreografía de las hojas soltándose y abandonándose a la sinfonía
del viento traza un indecible canto de libertad y supone una interpelación 
constante y contundente para todos y cada uno de los árboles humanos
que somos nosotros.

Cada hoja al aire me está susurrando al oído del alma 

¡suéltate!, ¡entrégate!, ¡abandónate! y ¡confía!.
Cada hoja que se desata queda unida invisible y sutilmente a la brisa 

de su propia entrega y libertad.
Con este gesto la hoja realiza su más impresionante movimiento de creatividad 

ya que con él está gestando el irrumpir de una próxima primavera.

Reconozco y confieso públicamente, ante este público de hojas moviéndose
al compás del aire de la mañana, que soy un árbol al que le cuesta soltar muchas de sus hojas.
Tengo miedo ante la incertidumbre del nuevo brote.
Me siento tan cómodo y seguro con estas hojas predecibles, con estos hábitos perennes,

con estas conductas fijadas,

con estos pensamientos arraigados, con este entorno ya conocido…
Quiero, en este tiempo, sumarme a esa sabiduría, generosidad y belleza de las hojas 

que «se dejan caer».
Quiero lanzarme a este abismo otoñal que me sumerge en un auténtico espacio de fe, 

confianza, esplendidez y donación.
Sé que cuando soy yo quien se suelta, desde su propia conciencia y libertad, el desprenderse 

de la rama es mucho menos doloroso y más hermoso.
Sólo las hojas que se resisten, que niegan lo obvio, tendrán que ser arrancadas por un viento mucho más agresivo e impetuoso
y caerán al suelo por el peso de su propio dolor.