Cuando un monte se quema, se quema algo del alma de un lugar. Por El Sherma del Estrecho

No es solo humo lo que se lleva el viento. Cada vez que un monte arde, desaparecen colores, aromas y sonidos que forman parte de la identidad de un pueblo. El verde intenso que en primavera se mezclaba con flores silvestres; el rumor de los pájaros que anidaban en las ramas; la sombra fresca que cobijaba caminantes y pastores… todo eso queda reducido a un silencio negro y áspero. Foto del incendio de Atlanterra

El incendio no entiende de recuerdos, pero los arrasa igual. Se lleva los paseos de infancia, las historias contadas al calor de una piedra soleada, las tardes de setas y las madrugadas de rocío. Quien creció junto a ese monte sabe que lo que se ha perdido no es solo naturaleza: es un pedazo de hogar.

La tierra calcinada, ahora desnuda, nos recuerda nuestra fragilidad y la urgencia de proteger lo que nos da vida. Porque la sierra, el pinar o el alcornocal no son simples paisajes: son parte del alma de la comunidad, un patrimonio invisible que une generaciones.

Quedará el dolor de la pérdida, pero también la esperanza. El monte, como el alma de un pueblo, tiene una fuerza silenciosa. Si lo cuidamos y lo defendemos, algún día volverá a vestirse de verde y a latir como antes. Pero para eso, no basta con lamentar: hay que comprometerse, porque cuando un monte se quema… se quema algo de todos nosotros.

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