La explosión global de la inmigración.Por: Ángel Luis Jiménez

En realidad, cualquier tiempo pasado fue tan impuro y desordenado como el actual. Idealizamos el pasado, tendemos a recordarlo de forma más favorable, obviando la realidad.
Antes venían tantos emigrantes como ahora, pero no les interesa reconocerlo. Por eso, no sé cuándo se van a enterar los ultras de Vox que cuando una economía florece la demanda de mano de obra no se cubre, ni se podría cubrir, si no vienen extranjeros, ya sea legal o ilegalmente.
Por supuesto, los emigrantes estimulan el crecimiento y la innovación del país. Los más pobres no son los que emigran: desplazarse a lugares lejanos es caro y exige planificación, endeudarse, vender tierras. En su inmensa mayoría emprenden la odisea porque familiares y paisanos que les precedieron encuentran para ellos un posible empleo, declarado o sumergido.
Para las tareas más exigentes no hay bastantes trabajadores locales capaces y dispuestos: todos los intentos de enrolar a desempleados autóctonos han fracasado sin excepción. Las sociólogas Helma Lutz y Ewa Palenga, que estudian el incremento de cuidadoras extranjeras para niños y ancianos, definen la situación como “el secreto a voces”.
Tenemos deseos ambivalentes: buscamos personas con la determinación y la motivación para dedicarse a esas labores, y que, no es tanto pedir, fuera de sus jornadas extenuantes tengan la delicadeza de desvanecerse en el aire.
El endurecimiento de las leyes y deportaciones es un vacío ritual cíclico para fingir firmeza al timón. Acosar al inmigrante provoca inmensos sufrimientos sin cambiar nada, y solo aspira a poner en escena un espejismo de mano dura.
Pero nuestros antepasados fueron trashumantes y en cada hogar anida la memoria de quien partió a lo desconocido, incluso sin papeles ni permisos: abuelos, tías, hijos. Aún palpitan la piel y la angustia de nuestros familiares empujados a otros horizontes.
Ha sido y es la lucha por subsistir, la lejanía de los seres más queridos, las barreras del idioma, las leyes hostiles, el rechazo racista, la solitaria indefensión y el fantasma del fracaso y la vuelta.
La inmigración ha sido, desde siempre, un asunto emocional: alivia pensar que nuestros problemas más graves provienen de fuera, que podemos deportar las complejidades. Como suele decir una persona muy querida, el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo expiatorio.
Los psiquiatras llaman “síndrome de Ulises” a los trastornos debidos a esa ansiedad prolongada. Debe su nombre al héroe griego que zarpó en su juventud y tardó 20 años en regresar a su tierra.
Lejos de Ítaca, afrontó todos los peligros imaginables, perdió el rumbo, se hundió, sufrió humillaciones y a menudo pareció que su destino era perderlo todo una y otra vez.
Homero cuenta que Atenea, diosa de la inteligencia, estuvo siempre de su parte y acudía a infundirle esperanza en los momentos de desconsuelo. En nuestra memoria cultural, también la Biblia es rotunda.
Dice el Éxodo: “No explotarás ni oprimirás al extranjero, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto”. Insiste el Levítico: “Si un extranjero se establece entre vosotros, será como un compatriota más y lo amarás como a ti mismo”.
Jesús evoca en el Evangelio de Mateo: “Tuve hambre y me disteis de comer, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.
Son los discursos xenófobos los que socavan esas tradiciones que decimos proteger. Me pregunto si los de Vox, habrán echado un vistazo al Evangelio. Recordemos que tampoco aceptaban al papa Francisco porque se preocupaba de los pobres, cuando lo raro no es un papa que se preocupe por los pobres: lo raro son los papas que jamás se preocuparon por ellos.
En fin, a nosotros todo esto nos puede gustar más o menos; lo que uno no puede es decir que es cristiano y no ponerse de parte de los pobres y los indefensos, sino de los ricos y los poderosos, que es lo que ha hecho la mayor parte de la Iglesia católica durante la mayor parte de su historia.
Mejor que nadie lo explicó el cristiano furibundo Dostoievski en la parábola del Gran Inquisidor, incluida en Los hermanos Karamazov, “la historia de la Iglesia católica es la historia de la perversión del cristianismo de Cristo”.
Es escándalo que la Conferencia Episcopal todavía no haya amenazado con excomulgar a todos los dirigentes de Vox -ese partido que quiere implantar en España un Estado cristiano, pero obviando las enseñanzas de Cristo-, si no retiran de inmediato su repugnante política xenófoba y no piden disculpas de rodillas y sollozando por haberla propugnado.

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