Una ciudad urbanísticamente fea. Por: Ángel Luis Jiménez

Urbanísticamente Algeciras es fea, pese a sus tres planes de ordenación urbana: El Plan Alvear (1969), el PGOU de Pedro Pérez Blanco (1980), y el Texto Refundido del Plan General de Ordenación Urbana de 2001 (BOJA de 2 de agosto) para la Algeciras del Siglo XXI.
Aun teniendo esa larga historia de ordenación, la devastación del patrimonio natural, arquitectónico y cultural ha conseguido que una ciudad marinera como Algeciras, tan distinta entre sí, sea homogénea en espacios sin belleza alguna.
En esa historia del desarrollo urbano de Algeciras de los últimos cincuenta años se distinguen claramente tres etapas. La primera, la de destrucción del casco histórico; la segunda, la de destrucción del entorno natural inmediato; y la tercera, el expolio de lo público (Escalinata, Mirador, Cuarteles, etc.) y la cementación del campo, en un nuevo modelo de especulación salvaje del desarrollismo anterior.
Así que, la devastación patrimonial se ha convertido en cosa de todos los días, con la demolición de edificios emblemáticos del casco antiguo, donde realmente está el negocio inmobiliario. Ahora, otro trozo de la historia de Algeciras está al borde del derribo, la casa del violinista Regino Martínez en la calle Ancha. La única respuesta del Ayuntamiento es promover la realización de un catálogo de los edificios “con valor sentimental y/o histórico de la ciudad”. ¡A buena hora mangas verdes!
Toda esta invectiva se inició durante el desarrollismo franquista. “No queremos una España de proletarios, queremos una España de propietarios”, declaró un sábado de mayo de 1959 José Luis de Arrese, ministro de Vivienda franquista, ante un plantel de agentes de la propiedad inmobiliaria. Bajo esa consigna muchos promotores, constructores, gobernantes y arquitectos se pusieron manos a la obra para construir barriadas periféricas como la de la Piñera, fea, carentes de ordenación y de los más elementales servicios.
También entonces el litoral español sufrió un furor constructivo que ha perseverado en democracia. Así ha ocurrido en los alrededores del Rinconcillo y Getares o en los terrenos del faro de Punta Carnero, en Algeciras. Eso sin mencionar la pantalla de cemento y hormigón de los edificios de la Avenida Virgen del Carmen o el relleno del Llano Amarillo, que nos han robado a los algecireños la vista y la proximidad al mar.
A todo esto, el especialista en urbanismo, Erik Harley (1993), lo llama “salchicherismo urbano” y “salseo inmobiliario”. Es decir, la obra como chanchullo, “siempre pensando en el beneficio propio y nunca en el beneficio de la sociedad”, con sus tejemanejes y corruptelas. Algo así como lo ocurrido en la reconstrucción de la Barriada del Arroz o la construcción de San Bernabé.
Las denuncias de Harley son muy serias, porque muchas veces se trata de malversación de fondos públicos. “No podemos poner a la cabeza de las administraciones a gente que no defiende lo público en materia del suelo y el territorio común”. Entre 2002 y 2007, a partir de la reforma de la Ley del Suelo del Gobierno de Aznar, se urbanizaron millones de metros cuadrados que hasta entonces no eran urbanizables. Pero el furor ya estaba antes. “Cuando la construcción va bien, todo va bien”, llegó a decir Carlos Solchaga, ministro Economía del Gobierno del PSOE entre 1985 y 1993.
Durante muchos años, el Estado español ha estado apostando por la industria de la construcción, cargándose el territorio. Se les dio poder a los ayuntamientos para cambiar la regulación de los territorios con la coartada legal de los urbanistas y sin problemas, reconvirtiendo suelo. Harley lo denomina “la industria de la recalificación”: jugar a la bolsa inmobiliaria recatalogando suelos y multiplicando su valor, sin desarrollar ninguna construcción. Es el resultado del “pésimo hábito de legitimar por ley la violación de la ley”.
Es una cuestión de política y poder, alimentada por un intrincado ecosistema de normativas de municipios, sin red estatal, a merced de algunos concejales muy politizados y nada acostumbrados a pensar en el bien común. El resultado es un paisaje degradado de obras sin fin, en ocasiones en sentido literal.
El estudio “Aproximación a la geografía del despilfarro en España: Balance de las últimas dos décadas” (Boletín de la Asociación Española de Geografía, 2018) detalla estaciones millonarias sin acabar, líneas innecesarias, tramos abandonados a la mitad y sobrecostes.
Pero nada está escrito. Las cosas se pueden hacer de otra manera, como ya se hizo en el pasado. Por ejemplo, en una zona próxima como Vejer de la Frontera, los sucesivos gobiernos municipales del UCD, el Partido Andalucista, el PSOE o el PP se mantuvieron fieles a la idea de política en interés de la colectividad y en defensa del patrimonio común. Ahí está.
Cada vez más personas y asociaciones se alzan contra lo que llaman “los construgobernantes”. Porque no hay nada que no se pueda mejorar, si lo hacemos entre todos, juntos, con un trabajo comunitario entre el vecindario y una verdadera cooperación público-privada. No hay que bajar la guardia y estar atentos, sobre todo para que las políticas públicas impulsen alternativas sostenibles de recuperación y dignificación. Y, sobre todo, para que se construyan viviendas sociales, tan necesarias. Siempre, otra Algeciras es posible.

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